Cambiarían las cosas si leyéramos más? ¿Seríamos personas distintas? Son preguntas que me hago todos los días de mi vida. Me pasa también algo parecido con la muerte. Todos los días pienso en ella. Quizás es una celebración diaria de la vida, la verdad es que no lo sé.
ÓSCAR SANTOS
Volvamos al principio. Vivimos en una sociedad con una velocidad de crucero muy alta, sin darnos tiempo, a veces, a colocarnos para enfocar bien las situaciones y los problemas. Vivimos como a destiempo, desfigurados, con objetivos espartanos y una sensación de ansiedad constante. Creo que todos, más o menos, lo sentimos así y notamos que a veces nuestro sistema falla.
En nuestro caso, me refiero a nosotros, lectores, gente de a pie, como decía mi madre; todas esas alteraciones pueden producirnos malestar, que además podemos irradiar a los que nos rodean con menores o mayores consecuencias, aunque siempre en un entorno pequeño. Digo pequeño físicamente, porque Facebook, Twitter, Instagram y demás comunidades virtuales no pueden aportar todavía la calidez de un abrazo inmediato. Esta forma de vida, que por otro lado hemos elegido directa o indirectamente, nos lleva atados al mundo de la rapidez, de lo inmediato, del “tiene que ser ahora”. Y ahí es donde anida uno de los mayores enemigos de la lectura, de la creación, de la profesionalidad en cualquier disciplina, ya sea laboral, cultural, política: la mediocridad.
Mirémonos despacio. La mediocridad es una pegajosa enfermedad que amenaza con destruirlo todo. Pensarán que estoy loco. Creo que hay pruebas suficientes a diario, en cualquier ámbito, para demostrarles que esta teoría –no piensen que es mía, es más vieja que el mundo–, acabará destruyéndonos. No me parece exagerado. La mediocridad está instalada en nuestro sistema y se siente cómoda e invencible. Estúdienla, pongan la televisión, oigan a esos sesudos contertulios en las radios, miren a los políticos, sindicalistas, empresarios, artistas… Fíjense en sus gestos, sus discursos, sus obras… Si están atentos y son perspicaces, la descubrirán amamantándose de algunos de ellos, feliz, como una enfermedad incurable.
El problema realmente grande se da cuando el mediocre, gracias a este sistema, se convierte en alguien con poder en cualquiera de las esferas que habitamos cada uno de nosotros. Entonces se cree intocable, indestructible y en posesión de la verdad. Necesita, además, del apoyo de un ejército –grande o pequeño, dependiendo de su imperio– de seres miedosos y bien adoctrinados. Ustedes conocen ejemplos de tiranos en la historia, que no nombraremos, y conocen tiranos que tenemos muy cerca, en el trabajo, en la familia… La mediocridad está en todas partes, y el daño que produce es directamente proporcional a la cantidad de personas que alcanza cuando el mediocre se aprovecha de nuestra ignorancia, miedo, comodidad y, quizá, también nuestra propia mediocridad.
No todo está perdido. Hay una vacuna que también es más vieja que el mundo. Es muy difícil y debemos ser conscientes de ello. Debemos darnos prisa para que nunca llegue a ser demasiado tarde. Es una vacuna y es un antídoto contra cualquier veneno. La lectura, sí, la lectura que sana y nos hace libres. La lectura, que nos enseña a pensar. Libros, todos, los que nos descubren casi todos los secretos y lugares, los que invitan a viajar a otro continente o dentro de nosotros mismos. Los que nos gustan o disgustan, porque nos hablan de lo cotidiano o lo mágico y nos hacen reír o llorar, emocionarnos.
Esta es la vacuna ante la mediocridad que anida en cualquier rincón. Leer, si podemos, desde el dolor de encías hasta el dolor del tiempo. Leer sin parar y con la voracidad de un depredador. Leer para sentir Cien años de soledad en el futuro de 1984, habitar Un mundo feliz sin Crimen y castigo, ser Lolita, Ulises o Madame Bovary En busca del tiempo perdido. Soñar con el Quijote pintado en El retrato de Dorian Grey, y que en El proceso aparecieran de la nada El principito y Ana Karenina. Ser El ruido y la furia de Hamlet o ser Lo que el viento se llevó en la mayor Odisea. Amanecer en Cumbres borrascosas con Mil soles espléndidos y preguntar a El gran Gatsby por El guardián entre el centeno. Convertir una Rebelión en la granja en Guerra y paz. Abrazar a Alicia en el País de las Maravillas con la ingenuidad de Frankenstein. Matar a un ruiseñor con un rifle cargado de palabras y liberar a El conde de Montecristo. Viajar con Gulliver para salvar a todos los desgraciados e infelices Miserables…
¿Cambiarían las cosas si leyéramos más? ¿Seríamos personas distintas? Creo firmemente que sí, porque, como dijo Giuseppe Ingegnieri: “El hombre mediocre sólo tiene rutinas en el cerebro y prejuicios en el corazón”.
Artículo maravilloso que pone al descubierto lo que somos y a lo que estamos haciendo con nuestra generación y las futuras. Hoy leer y pensar son verbos en desuso porque el hombre vive en la inmediatez de destruirse.
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