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    “Lectura y comprensión de textos”, Fernando Sorrentino

    1. Informe de Fernando Fabián Ferretti
    Quienes se creen graciosos suelen llamarme Triple Efe; quienes me quieren bien se limitan a la primera sílaba de mi primer nombre y, entonces, me dicen Fer. Estoy cursando quinto año del bachillerato y, según parece, tengo una inteligencia más que regular y soy uno de los mejores alumnos. Me gustan las ciencias, pero más me gustan las letras y me agradaría, cuando domine mejor el idioma, escribir novelas con argumentos complicados, como, por ejemplo,David Copperfield.
    Mi papá es el doctor Marcelo Ferretti, abogado de prestigio y con fama de hábil hombre de negocios. Es inteligente, perspicaz, eficaz e impaciente: como él mismo dice, «si hay que hacer algo, se hace en seguida, y a otra cosa». Aborrece el fútbol y, en general, toda actividad que dé lugar a «manifestaciones masivas de la inagotable estupidez humana». Mi mamá aparenta estar siempre de acuerdo con lo que él dice.
    Habitamos un enorme piso de una torre de la calle Juramento, cerca de la estación Belgrano R. Creo que se nos puede llamar gente de clase media alta: vivimos con holgura, nos tomamos vacaciones en lugares costosos, y viajamos con cierta frecuencia fuera del país. Yo, con sólo diecisiete años, conozco Estados Unidos, Canadá, México y Brasil, además del Uruguay (pero, ¿quién no ha estado alguna vez en el Uruguay?). También conozco la mayor parte de los países de Europa occidental. Como soy asiduo lector de Dickens y de Conan Doyle, me hubiera gustado conocer Londres, pero mi papá dice que, si consintiese en que un solo centavo suyo fuera a parar a las garras de la BBA (Bestia Británica Asesina), él, como castigo, se impondría la penitencia de destapar cloacas veinticuatro horas diarias durante el resto de su vida. El respeto a esta cuestión de principios nos ha llevado a conocer lugares tan extravagantes como Islandia o Letonia, eludiendo, a la vez, las islas cuyo mero contacto habría condenado a mi papá al perpetuo trajín cloacal.
    Cuando tenía diez años me ocurrió algo que me atrevo a calificar de decisivo. Hasta ese momento, yo tenía la idea de una cierta actividad llamada fútbol que ocurría sobre todo —y quizás exclusivamente— en televisión.
    Cierto día de aquella época pasada, recibí, de parte de Diego Martín Viale, una invitación para ver, en el propio estadio, un partido de fútbol. Así, y sin saber bien por qué, me encontré en el asiento trasero de un auto, junto a Diego Martín Viale, que, además de vivir en mi mismo edificio, es mi amigo de toda la vida. El auto era manejado por el padre de Diego y, junto a él, viajaba un amigo de éste, llamado Tito. El auto tomó La Pampa y después la avenida Figueroa Alcorta: todos íbamos al estadio de River Plate, donde el equipo local jugaba contra Racing.
    El padre de Diego, Diego y el amigo llamado Tito eran, según siempre lo proclamaban clamorosamente, hinchas de River. Los tres se cubrían con gorritos blancos y rojos que ostentaban el escudo de River y diversas leyendas; además llevaban cornetas y banderines blancos y rojos.
    Yo, en cambio —ya que el fútbol no me interesaba—, no llevaba distintivo alguno.
    En el estadio nos ubicamos en la tribuna oficial, donde estaban los hinchas de River. Sucedió que —según algo ya parecido a una costumbre— también en esa ocasión River derrotó a Racing.
    Todos los de nuestra tribuna festejaron el triunfo de River. Todos, menos yo. Porque a mí, al ver —por primera vez en mi vida— a Racing en el campo de juego, con sus jugadores vestidos con pantalones negros y camiseta a franjas verticales celestes y blancas…, ¿qué me pasó?
    racing2Me pasó que, a pesar de que Racing había perdido, ¡me enamoré de la Academia!
    Y, entonces, en vez de compartir la alegría y la exultación de los riverplatenses que me rodeaban, sentí deseos de hallarme en la otra tribuna, en la tribuna alta que está de espaldas a la avenida Figueroa Alcorta, de estar en aquella tribuna también repleta, repleta de personas cuyos rostros yo no podía discernir, pero que tenían banderas y bombos y estandartes celestes y blancos.

    Cuando estuve de regreso en casa, yo ya era otra persona. Desde ese día, el Racing Club de Avellaneda (ciudad donde yo jamás había puesto el pie: yo había estado en Washington y en París y en Berlín, pero no en Avellaneda) pasó a formar parte de mi vida y no sólo de mi vida, sino también de mi espíritu.
    racing(Desde de aquel momento, unas dos veces por mes visito la ciudad de Avellaneda. En rigor, no visito la ciudad: hago siempre el mismo camino, el que desemboca en el estadio de Racing.)
    Y aquí es cuando debo decir —con un poco de soberbia, es cierto— que sólo los hinchas de Racing podemos entender el maravilloso, inexpresable e intransferible sentimiento de, precisamente, ser hinchas de Racing. Desde nuestra excepcional condición, hasta podemos mirar con cierta lástima a los hinchas de otros cuadros, groseramente exitosos. Ser de Racing es una magia, y es una suerte de gloria que los adictos a otros cuadros no pueden ni siquiera presentir.
    (Cuando alguien dice «Fulano es Gardel», quiere decir «Fulano, en su actividad, es el número uno». Porque Gardel, en su actividad de cantor de tangos, es el número uno de todos los cantores de tango que en este mundo han sido, son y serán. Y, a su vez, es cosa sabida que Gardel, el número uno, era, como no podía ser de otro modo, hincha de Racing.)
    Claro, desde hace muchos años, vivimos de recuerdos. En el caso de nosotros los jóvenes, para peor, de recuerdos de otras personas.
    Ellas me han contado las hazañas del equipo del 66, el más eficaz de toda la historia del fútbol profesional. Entonces quise documentarme: concurrí a La Nación y a La Prensa y a El Gráfico para consultar revistas y diarios viejos y así pude conocer —como jóvenes futbolistas, no como maduros directores técnicos— a Perfumo y a Basile, a Maschio y a Cárdenas, y a Rulli y a Díaz, y a…
    Y me fui aún más atrás. Y conocí a Dellacha, y a Pizzuti, y a Belén. Y conocí la carita triste de Corbatta, que, según dicen, lo único que sabía hacer era jugar al fútbol, ¡y cómo!, y que fue el mejor puntero derecho del fútbol argentino y que murió hace muy poco en la miseria.
    Y todavía más atrás: Gutiérrez, Méndez, Bravo, Simes, Sued…
    Y me remonté a épocas casi prehistóricas, y supe que, cuando River, en 1932, obtuvo su segundo título, ya Racing tenía ganados nueve campeonatos.
    Otros tiempos.
    Lo cierto es que vivo de recuerdos.
    Pero, cada tanto, de noche salgo a hacer una cosa que mi papá reprueba con furor. Dice que, a los que pintan las paredes con leyendas (siempre estúpidas), con todo gusto les pegaría una patada en el culo para incrustarlos de cabeza en la pared así mancillada. Mi papá es así: aborrece los errores, las infracciones, los olvidos, la ineficacia, la ignorancia, la idiotez.
    Tiene razón. Pero, sin que él siquiera lo imagine, eso es precisamente lo que yo hago a veces, en ciertas noches en que me acomete una especie de fervor casi religioso, una suerte de fanatismo casi místico, y entonces salgo a la calle con un aerosol, y frenéticamente, como un loco, recorro cuadras y cuadras y cuadras, y voy escribiendo en las paredes las tres mágicas frases que indican mi amor por la Academia y mi aborrecimiento hacia los dos cuadros especialmente detestables:

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